El sabor de los recuerdos
(dedicado a Qing "quintaesencia de la melancolía")
Sus compañeros de viaje eran las estrellas y los astros. Envuelta en una hoja, soñaba desde sus ojos rasgados cómo serían los colores y olores a los que su tallo se dirigía. No habían más sonidos que los que su cuerpo y su hoja compartían, pero le parecía escuchar tubos y campanas reflejados por los puntos de luz que decoraban su vuelo solitario. Aquel viaje fue como un sueño; algo que nunca llegaría a saber si duró una hora, una noche o mil días… pero que siempre recordaría desde abajo.
En el parque de atracciones donde su hoja se posó, el tiempo había pasado muy deprisa. Millones de visitantes, globos, souvenirs, comida rápida, nadie a quien conocer una vez perdido su rastro… Desde el escaparate del restaurante donde sus parientes europeos la acogieron, podía ver bien esas vistas. Era su pecera particular. En ella, seres de colores giraban de un lado a otro, subían y bajaban sin parar. Solo de vez en cuando entraban a su casa para llenar sus bocas. El trabajo de camarera en el restaurante chino familiar era agradable, pero ya no salía afuera. Estaba harta de las atracciones, de ser una anónima. Así que pensó redecorar el restaurante. Siempre había pensado que el diseño de sus perfiles rojos y las escenas de los cuadros eran muy bellos, pero podía mejorar un poco, y ella tenía unas semillas...
Lo único que recuerda del primer día, es que mientras le cambiaban la ropa, mantuvo en su puño cerrado unas bolitas que la habían acompañado durante todo el viaje. Había guardado esas bolitas de escritorio en escritorio, a través de todas las habitaciones y edades de su vida. Pensó que aquel era el momento adecuado para que le hablaran desde el fondo de la tierra, así que en pocos días lo dejó todo preparado en las macetas. Había seguido cuidadosamente las instrucciones: "semillas de última generación", "selladas al vacío"... y también depositado sus bolitas. Nadie sabía nada. Quizá no crecería nada, o algo imprevisto surgiría.
Pasaron varios meses, y aquel era otro día de rutina. Notando el frescor de la tarde, bajó hacia el comedor después de estudiar. Sorprendida, vio que todo lo que había plantado había florecido. Era ilusionante ver el contraste del rojo naciente con el verde vida. Aunque también veía los rostros extrañados de los demás al ver que en la maceta más grande no había absolutamente nada. -No ha debido prender- les decía. –Tendrá que volverse a plantar- pronunciaba con la solemnidad de los experimentados.
Postrada en su habitación, solía observar a la gente divertirse bajo las luces del parque. Se veían tan contentos de estar allí... pero nunca intentaban conocerla. Había una muralla china que se interponía. La veían como una atracción más, como un exótico espacio donde reponerse entre viaje y viaje. ¿Pero quién era ella? ¿Por qué había ido a parar allí? ¿Solo servía para ser pieza de un mundo particular en el que nadie se le acercaba? Necesitaba pistas. Había puesto toda su ilusión en aquel secreto que durante meses protegió bajo tierra como un bebé tapado entre sábanas. Por fin un día, después de revisar sus deberes, se fue a descansar. Ya casi dormida -y como el sueño de ojos rasgados- visualizó a través de la ventana una estrella que caía del cielo con el devaneo de una hoja, y volvió a escuchar los tubos metálicos y las campanas. Inmediatamente abrió los ojos como nunca, y atendió a la llamada. Sin que nadie pudiera oirla, bajó por las escaleras con calcetines agarrándose a la barandilla para no resbalar. Entonces enfocó de forma sagrada la maceta con su linterna: algo había surgido en la tierra que había dejado olvidada. Se podía ver una diminuta hoja alargada, y en su centro una espiga, que al tocarla desgranaba arroz. Lo que había llevado consigo durante tantos años, por fin se desarrollaba. Parecía que quien la despidió, le quiso comunicar con esas semillas de futuro que debía desarrollarse y florecer allí donde enraizara. La hoja que brotó era como la cuna que la había transportado desde el lejano oriente. Entonces se recordó a sí misma viajando en ella, y se quedó palpando esos granos de arroz durante toda la noche, hasta que sus párpados bellos y delicados se acariciaron. Y finalmente descansó.
Al cabo de una semana, besó a todos los de casa y les miró con ojos brillantes. Les dijo que quería salir por un tiempo de los muros del restaurante. Les dijo que ya no necesitaba la protección del parque y todas sus atracciones. Intuía que fuera había un mundo repleto de personas con una mirada que compartir, un oído donde reposar su voz, y unas manos que tenderle, tanto en la gracia como en la desdicha. Les dijo que todo aquello todavía no había florecido porque ella no había podido florecer. Ahora deseaba conocer esas personas, ser una más de ellas; ofrecer su talento diseñando jardines -el sabor de sus recuerdos- esparciéndolo en otras tierras y nuevos horizontes.
Los granos de arroz ovalados como sus ojos la hicieron renacer, y sus obras perdurarán como una planta que generación tras generación nunca dejará de existir.
Los granos de arroz ovalados como sus ojos la hicieron renacer, y sus obras perdurarán como una planta que generación tras generación nunca dejará de existir.
(Enric Berneda, 2005)