Me voy para dejar de irme
Me presentaré: soy una anónima, como muchas tantas que han escrito cartas sin destinatario, en el filo de la noche que hoy puede costarme la vida. Quizá la anchura que hay entre este momento y la muerte sea el mayor espacio de libertad que nunca haya experimentado. Pero ahora es inútil querer mudarme a vivir en él, porque no se trata de una estancia, sino de un pasillo que me empuja de mi hogar de forma irremisible. Este hogar amueblado ha sido durante muchos años el decorado de mis sueños, repleto de delicadas esculturas de lo que podría haber llegado a ser, llegado a amar y haber donado a este mundo. Pero mis manos artistas han desistido, y con ellas mis obras han pasado a ser toscos elementos de piedra que molestaban en cualquier estancia en donde se posaran.
Para ser ordenada en los pocos minutos que me quedan, empezaré narrando mis tiempos de niñez, despegada de ellos como si de una historia ajena se tratara:
Luz era una chiquilla discreta, aparentemente sin problemas, que disfrutaba tanto con los coloristas collares que le enseñaba a hacer su abuela, como de la sombra que cada día encontraba sabiamente para aparcar su bicicleta. El mundo de los adultos le tenía envidia -pensaba ella-, personificado en las arrugadas sonrisas que se desplegaban de forma espontánea por donde pasara. Su pacto con la niñez fue tan intenso, que un día tuvieron que decirle que ya era adolescente, pues ella nunca habría traicionado antes de tiempo algo que solo podían arrebatarle.
A partir de ese momento y a petición de ella misma, retiró todas las piedras que guardaba en su habitación. Las había coloreado una a una y puesto en mágica disposición, pero las cambió por empezar a ordenar sus sueños de mayor. Ahora tendría el disfrute de poder diseñar sus propios juguetes en forma de futuro, y su mágico cuerpo saldría de la habitación, cosa que las piedras no podían hacer.
Empezó a convertir la losa de sus estudios reglados en un trampolín flexible con el que llegar muy alto, los babosos chicos que la pretendían en paradisíacos lagos de oportunidades, y su globo terráqueo en una guía turística de bolsillo. No le daba miedo apuntar tan alto, porque a esa edad no tenía sentido ser precavida. Pensó que si lograba exprimir las tres frutas sería dueña del éxito, y sólo tendría sentido volver al estanque donde tiró las piedras para ver los renacuajos chapotear.
Luz era entonces más “luz” que nunca: utilizaba el calor de su llama en todos los incendios, irradiaba tal fuerza y luminosidad que podría arrancar su sombra a cualquiera, aunque a veces más que iluminar fuera nublada por aquellos cielos que pretendía.
Como toda luz deslumbrante, decidió posarse en lo más alto, para que sus rayos tuvieran más oportunidades de ser captados por los más bellos seres y recónditos lugares. Aunque lo más cercano que encontraba siempre eran nubes grises alejadas de las demás, que se entrometían entre ella y la más sencilla aldea, escupiendo de vez en cuando una lluvia airada sobre estratos inferiores.
Como las nubes eran lo más próximo a ella, más altas que los tímidos riachuelos y que los aburridos ríos y mares atados al suelo, decidió hacerse amiga de aquellos divertidos compañeros que adoptaban miles de formas y que parecían ser tan libres y valientes como el viento. Pero cuando parecían hacerle compañía de repente se esfumaban. Soltaban súbitamente su carga sobre preciosos y yermos lugares, pues ese era el juego al que estaban acostumbrados. Luz, habituada a estar en lo alto, no quiso renunciar a ese privilegio. Y se adaptó a la situación, pensando que siempre encontraría nubes nuevas y que alguna se quedaría finalmente a su lado.
Mas no fue así: terminó por aborrecer no sólo a las nubes, sino al agua entera. El único día que bajó a la tierra se sintió tan rechazada por todos sus amigos del pasado, que decidió volver a aquel lugar tan alto donde poder seguir viendo e iluminando. Al cabo de cien estaciones, de tan sola que se sintió viendo pasar contínuamente nubes desconocidas, decidió probar fortuna subiendo todavía más, porque subir era ya lo único que sabía hacer “a esas alturas”. Hasta que un día se alejó tanto de la órbita terrestre, que ya no tuvo a qué aferrarse… y es aquí donde me encuentro.
Ahora entendéis por qué no escribo esta carta desde el comedor, ni desde mi dormitorio, o desde la mesa de la cocina… sino en medio del pasillo. Me he sentado aquí en el suelo, en medio de mis esculturas, bajo todos mis diplomas, ante las instantáneas enmarcadas de mis viajes y mis parejas, con mi portátil de última generación reclinado en mis muslos… para deciros que de nada me ha servido llegar tan alto. Tengo tantos muebles en mi exterior como vacío en mi interior, y no creo que ahora me sirvan de nada todos los masters y seminarios a los que asistí para encontrarle un sentido a todo.
Empecé mi camino vertical el día en que decidí que mis piedras de colores eran una nimiedad de niña, pensando que cuanto más lejos mi luz estuviera más terrenos podría abarcar y más tesoros encontraría. Pero mi luz se hizo tan ténue, que nada pudo calentar.
Ahora no os pido nada: solo que dejéis testimonio de haber conocido el viaje de un alma que de tan lejos que llegó, volvió de nuevo al principio, y que cuando por fin lo quiso afrontar ya no tuvo fe en conseguirlo. Lo único que me llevaré de este mundo serán vuestros comentarios, que quedarán como testimonio para aquellos que me han amado de verdad, que me han sentido. Aquellos planos que yo no pude iluminar desde las alturas, menguada y filtrada por las nubes de mis lamentos.
Ahora publico el texto y me voy al suelo... que será como dejar de irme, al fin.
(Enric Berneda, 2005)
Para ser ordenada en los pocos minutos que me quedan, empezaré narrando mis tiempos de niñez, despegada de ellos como si de una historia ajena se tratara:
Luz era una chiquilla discreta, aparentemente sin problemas, que disfrutaba tanto con los coloristas collares que le enseñaba a hacer su abuela, como de la sombra que cada día encontraba sabiamente para aparcar su bicicleta. El mundo de los adultos le tenía envidia -pensaba ella-, personificado en las arrugadas sonrisas que se desplegaban de forma espontánea por donde pasara. Su pacto con la niñez fue tan intenso, que un día tuvieron que decirle que ya era adolescente, pues ella nunca habría traicionado antes de tiempo algo que solo podían arrebatarle.
A partir de ese momento y a petición de ella misma, retiró todas las piedras que guardaba en su habitación. Las había coloreado una a una y puesto en mágica disposición, pero las cambió por empezar a ordenar sus sueños de mayor. Ahora tendría el disfrute de poder diseñar sus propios juguetes en forma de futuro, y su mágico cuerpo saldría de la habitación, cosa que las piedras no podían hacer.
Empezó a convertir la losa de sus estudios reglados en un trampolín flexible con el que llegar muy alto, los babosos chicos que la pretendían en paradisíacos lagos de oportunidades, y su globo terráqueo en una guía turística de bolsillo. No le daba miedo apuntar tan alto, porque a esa edad no tenía sentido ser precavida. Pensó que si lograba exprimir las tres frutas sería dueña del éxito, y sólo tendría sentido volver al estanque donde tiró las piedras para ver los renacuajos chapotear.
Luz era entonces más “luz” que nunca: utilizaba el calor de su llama en todos los incendios, irradiaba tal fuerza y luminosidad que podría arrancar su sombra a cualquiera, aunque a veces más que iluminar fuera nublada por aquellos cielos que pretendía.
Como toda luz deslumbrante, decidió posarse en lo más alto, para que sus rayos tuvieran más oportunidades de ser captados por los más bellos seres y recónditos lugares. Aunque lo más cercano que encontraba siempre eran nubes grises alejadas de las demás, que se entrometían entre ella y la más sencilla aldea, escupiendo de vez en cuando una lluvia airada sobre estratos inferiores.
Como las nubes eran lo más próximo a ella, más altas que los tímidos riachuelos y que los aburridos ríos y mares atados al suelo, decidió hacerse amiga de aquellos divertidos compañeros que adoptaban miles de formas y que parecían ser tan libres y valientes como el viento. Pero cuando parecían hacerle compañía de repente se esfumaban. Soltaban súbitamente su carga sobre preciosos y yermos lugares, pues ese era el juego al que estaban acostumbrados. Luz, habituada a estar en lo alto, no quiso renunciar a ese privilegio. Y se adaptó a la situación, pensando que siempre encontraría nubes nuevas y que alguna se quedaría finalmente a su lado.
Mas no fue así: terminó por aborrecer no sólo a las nubes, sino al agua entera. El único día que bajó a la tierra se sintió tan rechazada por todos sus amigos del pasado, que decidió volver a aquel lugar tan alto donde poder seguir viendo e iluminando. Al cabo de cien estaciones, de tan sola que se sintió viendo pasar contínuamente nubes desconocidas, decidió probar fortuna subiendo todavía más, porque subir era ya lo único que sabía hacer “a esas alturas”. Hasta que un día se alejó tanto de la órbita terrestre, que ya no tuvo a qué aferrarse… y es aquí donde me encuentro.
Ahora entendéis por qué no escribo esta carta desde el comedor, ni desde mi dormitorio, o desde la mesa de la cocina… sino en medio del pasillo. Me he sentado aquí en el suelo, en medio de mis esculturas, bajo todos mis diplomas, ante las instantáneas enmarcadas de mis viajes y mis parejas, con mi portátil de última generación reclinado en mis muslos… para deciros que de nada me ha servido llegar tan alto. Tengo tantos muebles en mi exterior como vacío en mi interior, y no creo que ahora me sirvan de nada todos los masters y seminarios a los que asistí para encontrarle un sentido a todo.
Empecé mi camino vertical el día en que decidí que mis piedras de colores eran una nimiedad de niña, pensando que cuanto más lejos mi luz estuviera más terrenos podría abarcar y más tesoros encontraría. Pero mi luz se hizo tan ténue, que nada pudo calentar.
Ahora no os pido nada: solo que dejéis testimonio de haber conocido el viaje de un alma que de tan lejos que llegó, volvió de nuevo al principio, y que cuando por fin lo quiso afrontar ya no tuvo fe en conseguirlo. Lo único que me llevaré de este mundo serán vuestros comentarios, que quedarán como testimonio para aquellos que me han amado de verdad, que me han sentido. Aquellos planos que yo no pude iluminar desde las alturas, menguada y filtrada por las nubes de mis lamentos.
Ahora publico el texto y me voy al suelo... que será como dejar de irme, al fin.
(Enric Berneda, 2005)
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